EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA

Por Fernando Sorrentino

 

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.

Un médico rural - Franz Kafka

Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

Un día perfecto para el pez plátano - J.D. Salinger


En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

Parábola del Trueque - Juan José Arreola


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

La compra de la república - Giovanni Papini

En este mes he comprado una República. Capricho costoso que no tendrá continuaciones. Era un deseo que tenía desde hace mucho tiempo y del que he querido librarme. Me imaginaba que eso de ser el amo de un país daba más gusto.

La ocasión era buena y el negocio quedó concluido en pocos días. Al presidente le llegaba el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto por paniaguados1 suyos, estaba en peligro. Las arcas de la República estaban vacías; imponer nuevos impuestos hubiera sido la señal para el derrocamiento de todo el clan que asumía el poder, tal vez de una revolución. Ya había un general que armaba bandas de rebeldes y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.

El antropófago - Pablo Palacio

Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.
Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos.
Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.

La carne - Virgilio Piñera

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales.Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.

Los asesinos - Ernest Hemingway


La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.

-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

El paraguas de Wittgenstein - Óscar de la Borbolla

1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite? y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.

El infierno tan temido - Juan Carlos Onetti

La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”, cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.
          —Ésta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué queres que llene la columna.

ESA MUJER


Por Rodolfo Walsh



El coronel elogia mi puntualidad:

-Es puntual como los alemanes -dice.

-O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.

Dino Buzzati - Siete pisos


Después de todo un día de viaje en tren, Giuseppe Corte llegó, una mañana de marzo, a la ciudad donde estaba una casa de salud. Tenía un poco de fiebre; sin embargo, quiso recorrer a pie el camino entre la estación y el hospital, llevando consigo su maletita.

Aunque sólo presentaba síntomas muy leves e incipientes, le habían aconsejado a Giuseppe Corte dirigirse al célebre sanatorio, especializado en esa enfermedad. Esto garantizaba una competencia excepcional de los médicos y la más racional eficacia de las instalaciones.

Cuando lo vio a lo lejos —y lo reconoció, puesto que ya lo había visto en una fotografía de una circular publicitaria—, Giuseppe Corte quedó gratamente impresionado. El blanco edificio de siete pisos estaba surcado de salientes arquitectónicas que le daban una vaga fisonomía de hotel. Alrededor del edificio había una larga fila de árboles altos.

La casa de Asterión, de Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

Los gallinazos sin plumas

Por Julio Ramón Ribeyro

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos1 sin plumas.

Borges y el ultraísmo, cuento de Enrique Serna.

Lo dijo con la deferente gentileza de un patriarca interesado en la juventud estudiosa, pero haciéndome sentir el rigor de su augusta, indiscutible autoridad literaria. Y lo dijo en voz alta, para que oyeran el consejo todos los profesores del departamento:
—¿Por qué no cambia de tema? Borges renegaba del ultraísmo y él sabía un poco del asunto, ¿no cree? A nadie le importa esa parte de su obra, fue un capricho de adolescente. Si quiere hacer tonterías, hágalas, para eso es joven, pero apiádese de Borges. A él no le hubiera gustado que usted se doctorara en sus balbuceos.

Diógenes también - Augusto Monterroso

En cuanto a tiempo, en cuanto a distancia, lo que se dice el hecho material de transportarse de un lugar a otro en el espacio, era ciertamente muy fácil para P. (como lo llamaba el director de la escuela cuando, fuertes nudillos, bigote tembloroso, lo reprendía) llegar hasta su casa. Y sin embargo, ¡tan difícil! Y no; no es que fuera débil o enfermo. Aparte de una imperceptible y poco molesta deformación craneana era un niño como todos los demás.

Era el ambiente de su casa lo que le disgustaba; el aspecto no diré sombrío, pero tampoco agradable de las dos habitaciones; su oscuridad y el fino polvo que lo invadía todo, hasta su nariz, haciéndole consciente la respiración; y algún mal olor definible, constante, que flotaba por todos los rincones; todo esto acompañado a la monótona Asistencia de su madre: “Debes estudiar tus lecciones, debes estudiar, debes”, eran motivos suficientes para convertir en difícil y odiosa la simple tarea del regreso.