Extrañando a Kissinger - Etgar Keret



Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero, que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya medio año que me hincha la cabeza con lo mismo, metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle:

-No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco inseguros.

Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.

-Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice.

¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo?  Si por lo menos me lo dijera. Pero no. Porque cree que si la quiero de verdad, tengo que saberlo por mí mismo. A lo que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a escoger. O sea que le he dicho que diga lo que no quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es seguro es que de sus pistas no voy a sacar nada claro.

-No quiero –dice ella- que te automutiles, que hagas algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo estarías haciendo también a mí. Además de que, decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres no es ninguna prueba de amor.

La verdad es que yo nunca me haría daño aunque ella me lo pidiera. Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Ella no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, me rindo y me digo que no tiene remedio, que gaga lo que haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien con fuego juega, acaba tatemado. Pero después, cuando estamos cogiendo y ella me clava su mirada fija hasta lo más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos cuando cogemos para que le meta en la boca la lengua de otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie de iluminación.

-¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega a contestarme.
-Si de verdad me quisieras, deberías saberlo por ti mismo.

Y después de lamerse con la lengua los dedos que se ha sacado de la vagina, me suelta:
-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido que pagar boleto. Pero ¡qué no haría yo por ella, qué no haré por ti, linda! Toda la calle Stampfer la he bajado a pie con el cuchillo en la espalda como un árabe suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es que me ha preparado un guiso con unas especias para morirse, como sólo ella sabe hacerlo. Me limito a comer en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien se traga las tunas con todo y espinas, que luego no se queje de almorranas.

-¿Cómo está Miri? –Pregunta mi madre-. ¿Está bien tu amada? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan regordetes en la vagina?
-Bien –le respondo yo-, la verdad es que muy bien. Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar segura que la quiero.
-Llévale el de Baruj –se ríe-, es imposible que llegue a darse cuenta de que no es el mío.
-¡Ay, mamá! –Me enojo-, que no estamos en la fase de mentirnos, Miri y yo estamos en momento de sincerarnos.
-Está bien –suspira-, pues llévale el mío, que no quiero que se peleen por mi culpa, lo que me hace pensar, por cierto, ¿en dónde tienes tú la prueba para que tu madre que te ama que le demuestre que tú también le corresponde amándola un poquito?

Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre me ponen a prueba? Y ahora, tengo que hacer el camino de vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón de mi madre. Y eso que seguro de que ella no estará en casa, que va a volver otra vez con su novio anterior. Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.


Hay dos clases de personas, a las que les gustar dormir del lado de la pared y a las que les gusta dormir al lado de las que las van a empujar fuera de la cama.


La mujer que no - Jorge Ibargüengoitia



Debo ser discreto. No quiero comprometerla. La llamaré... En el cajón de mi escritorio tengo todavía una foto suya. junto con las de otras gentes y un pa­ñuelo sucio de maquillaje que le quité no sé a quién. o mejor dicho sí sé, pero no quiero decir, en uno de los momentos cumbres de mi vida pasional. La foto de que hablo es extraordinariamente buena para ser de pasaporte. Ella está mirando al frente con sus gran­des ojos almendrados, el pelo restirado hacia atrás, dejando a descubierto dos orejas enormes, tan cerca­nas al cráneo en su parte superior, que me hacen pensar que cuando era niña debió traerlas sujetas con tela adhesiva para que no se le hicieran de papalote; los pómulos salientes, la nariz pequeña con las fosas muy abiertas, y abajo... su boca maravillosa, grande y carnuda. En un tiempo la contemplación de esta foto me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso. La llamaré Aurora. No, Aurora no. Estela, tampoco. La llamaré ella.

Esa mujer - Rodolfo Walsh



El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

La capa - Dino Buzzati



Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
 
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
 
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

Ovidio - Transformación de Dafne en laurel





El primer amor de Febo fue Dafne, la hija del Peneo, hecho que no fue infundido por un pequeño azar, sino por la cruel ira de Cupido. 

El dios de Delos, engreído por su reciente victoria sobre la serpiente, había visto hacía poco que, tirando de la cuerda, doblaba las extremidades del arco y le había dicho: "¿Qué intentas hacer, desenfrenado niño, con estas armas? Estas armas son propias de mis espaldas; con ellas yo puedo lanzar golpes inevitables contra una bestia salvaje o contra un enemigo, ya que hace poco que he abatido con innumerables saetas a la descomunal Pitón que cubría con su repugnante e hinchado vientre tantas yugadas. Tú conténtate con encender con tu antorcha unos amores que no conozco y no iguales tus victorias con las mías". El hijo de Venus le contestó: "Tu arco lo traspasa todo, Febo, pero el mío te traspasará a ti; cuanto más vayan cediendo ante ti todos los animales, tanto más superará mi gloria a la tuya". Y hendiendo el aire con el batir de sus alas y sin pérdida de tiempo, se posó sobre la cima umbrosa del Parnaso; saca dos flechas de su carcaj repleto, que tiene diversos fines: una ahuyenta el amor, y otra hace que nazca. La que hace brotar el amor es de oro y está provista de una punta aguda y brillante; la que lo ahuyenta es obtusa y tiene plomo bajo la caña. Con esta hiere el dios a la ninfa, hija del Peneo; con la primera atraviesa los huesos de Apolo hasta la médula. El uno ama enseguida; la otra rehúye incluso el nombre del amante; y émula de la virginal Febe, deleitándose en las soledades de las selvas y con los despojos de las bestias salvajes que capturaba, sujetaba con una cinta sus cabellos en desorden. Muchos la pretendían, pero ella, alejando a sus pretendientes, no pudiendo soportar el yugo del hombre y, libre, recorre los bosques sin caminos y no se preocupa del himeneo, ni del amor, ni del matrimonio. Su padre le decía a menudo: "Hija, me debes un yerno". A menudo también le decía: "Hija, me debes unos nietos". Ella, temiendo a las antorchas conyugales como si fuera un crimen, cubría su hermoso rostro con un tímido rubor y, con sus brazos cariñosos rodeando el cuello de su padre, le dijo: "Permíteme, queridísimo padre, gozar por siempre de mi virginidad; lo mismo le había concedido a Diana su padre". El consiente; pero estos encantos que posees, Dafne, son un obstáculo para lo que anhelas y tu hermosura se opone a tu deseo. Febo ama y luego de ver a Dafne desea ardientemente unirse a ella; espera lo que desea y sus oráculos le engañan. A la manera como arde la ligera paja, sacada ya la espiga, o como arde un vallado por el fuego de una antorcha que un caminante por casualidad la ha acercado demasiado o la ha dejado allí al clarear el día, de ese modo el dios se consume en las llamas, así se le abrasa todo su corazón y alimenta con la espera un amor imposible. Conserva su cabellera en desorden que flota sobre su cuello y dice: "¿Qué sería, si se los arreglara?" Ve sus ojos semejantes en su brillo a los astros; ve su boca y no le basta con haberla visto; admira sus dedos, sus manos y sus brazos, aunque no tiene desnuda más de la mitad. Si algo queda oculto, lo cree más hermoso todavía. Ella huye más rápida que la ligera brisa y no se detiene ante estas palabras del que la llama:

El banquete - Julio Ramón Ribeyro

 

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.

Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.

No son tu marido - Raymond Carver



Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.
Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado.
Le tendió la nota de un pedido al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien?
—Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.
Doreen tomó nota.

Sólo vine a hablar por teléfono - Gabriel García Márquez



Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
 
-No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

-Están dormidas -murmuró.

La corista - Antón Chéjov



En cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha.
—Será el cartero, o una amiga —dijo la cantante.
Kolpakov no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la clase de las decentes.
La desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase de subir una alta escalera.

La tristeza - Anton Chejov



La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
      El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
      Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

La oveja negra - Augusto Monterroso


En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Una muerte mental - Giovanni Papini



De uno de los más recientes suicidios en los últimos años no se conocería la verdadera historia si yo no tuviese el vicio de andar en busca de los raros con la esperanza -casi siempre superflua- de hallarme con un grande.


Todos nosotros sabemos qué defectuosas son las estadísticas; digo a propósito defectuosas, en el sentido de insuficientes. Aunque algunos equilibrados vegetantes lamenten con cara de pavor el crecimiento continuo de las muertes voluntarias, sé bien, por mi parte, que no todas son registradas. Entre los enfermos y los aparentes asesinados, los suicidas menudean. Constituyen, quizás, la mayoría. Algo me impulsa casi a decir que cada muerte es voluntaria. Pero ¿cómo? ¿De qué manera? ¡Ay de mí! ¡De maneras comunes, vulgares, vulgarísimas! Falta de sabiduría, falta de voluntad -pocos son los que prevén y pueden. Un arrojarse al encuentro del destino casi como pájaros dentro de la serpiente o locos en la hoguera. Hombres que no han querido vivir y han preferido el breve presente al largo y cierto porvenir. Leopardi aprobaría: pero ¿quién puede negar que ésas son vidas truncadas?

El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a ninguno de los conocidos hasta ahora. Ni la historia ni la crónica nos hablan de otro parecido o igual.

Corazones solitarios - Rubem Fonseca



Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, sexo, ambición, dinero, violencia, escándalo.
Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.
Antes de que estallara me corrieron.

El ruido del trueno - Ray Bradbury



El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: 
 
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA. 
 
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. 

19 de diciembre de 1971 - Roberto Fontanarrosa



Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero habla que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.

Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hennano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.

La tempestad de nieve - Aleksandr Pushkin



A finales de 1811, en tiempos de grata memoria, vivía en su propiedad de Nenarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Era famoso en toda la región por su hospitalidad y carácter afable; los vecinos visitaban constantemente su casa, unos para comer, beber, o jugar al boston a cinco kopeks con su esposa, y otros para ver a su hija, María Gavrílovna, una muchacha esbelta, pálida y de diecisiete años. Se la consideraba una novia rica y muchos la deseaban para sí o para sus hijos.

María Gavrílovna se había educado en las novelas francesas y, por consiguiente, estaba enamorada. El elegido de su amor era un pobre alférez del ejército que se encontraba de permiso en su aldea. Sobra decir que el joven ardía en igual pasión y que los padres de su amada, al descubrir la mutua inclinación, prohibieron a la hija pensar siquiera en él, y en cuanto al propio joven, lo recibían peor que a un asesor retirado.

Cómo se salvó Wang Fo - Marguerite Yourcenar


El anciano pintor Wang-Fô y su dis­cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis­cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa­mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Instrucciones (dos textos de Julio Cortázar)



Instrucciones para subir una escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Un artista del hambre - Franz Kafka


En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.

El golpe de gracia - Ambrose Bierce



La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.

Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.

Un pacto con el diablo - Juan José Arreola



Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

El regalo de los Reyes Magos - O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.


Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".

La jaula blanca de Túnez en forma de pagoda - Milorad Pavic

(Ocurre en la casa de Luka Celovic, calle Kraljevica, número 1)

Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano. Las palabras en ellos semejan cosas y pueden ser cambiadas de un cuarto a otro. Los pensamientos dentro de nosotros en realidad, esas habitaciones en nuestro interior, agrupadas en palacios o cuarteles, pueden ser moradas de otro donde uno resulta ser sólo un inquilino. A veces, sobre todo de noche, encontramos que las salidas de esos aposentos están cerradas con llave y no podemos abandonarlos. Estamos encerrados como en un calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir. Pero los sueños son como los invitados  de una boda, hay que esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro, después de despertar en plena noche. El primero es madre de la mentira, el otro es madre de la verdad.
Desde que vivo solo el insomnio me atormenta cada vez más a menudo y yo lo resisto con un método que desarrollé con mucho afán. Todo ocurre en la cama y en mi mente. Y todo, de alguna manera, está relacionado con mi profesión de experto diseñador de interiores. Primero selecciono una casa en la ciudad que mejor me sirva para estos propósitos. alguna construida con paja de avena que impide que las energías maléficas del inframundo suban hasta los aposentos. Al ubicar una casa con estas características empiezo a amueblarla y a arreglarla cada noche en mi mente. A llenarla de muebles de mi invención. Pero yo no arreglo esa casa motivado sólo por el deseo de que luzca bien. Yo la estoy acondicionando para una persona en particular. Para JM. Y exclusivamente para las necesidades de esa persona.

El inmortal - Jorge Luis Borges


      Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
                  Francis Bacon, Essays, lviii



         En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
         El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

Desastres íntimos - Cristina Peri Rossi

La botella de lejía no se abrió. Patricia se sintió frustrada y, luego, irritada. Nuevo tapón, más seguro, decía la etiqueta del envase. El sábado había hecho las compras, como todos los sábados, en un gran supermercado, lleno de latas de cerveza, conservas, fideos y polvos de lavar. La marca de lejía era la misma y, al cogerla del estante, no advirtió el nuevo sistema de tapón.Ahora, mayor comodidad, decía la etiqueta, y la leyenda le pareció un sarcasmo. Eran las siete menos cuarto de la mañana; tenía que darle el biberón a su hijo, vestirlo, colocar sus juguetes y pañales en el bolso, bajar al garaje, encender el auto y apresurarse para llegar a la guardería, antes de que las calles estuvieran atascadas y se le hiciera tarde para el trabajo. Arterias, llamaban a las calles; con el uso, unas y otras se atascaban: el colapso era seguro.

En memoria de Paulina - Adolfo Bioy Casares



Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

No oyes ladrar los perros - Juan Rulfo


  —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.