Aquel día, un harapiento, por las trazas
un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, llegó, bajo
la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde
hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el
ágata y el mármol, en donde las altas columnas, los hermosos frisos,
las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.
Había tras los vidrios de las ventanas,
en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas o de niños
encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores
salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como
bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía
de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino,
el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida
como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar
la luz en la seda que resplandece. Luego, las lunas venecianas, los palisandros
y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto
que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas
cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera.
¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso, dorado
por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bounat, y las preciosas acuarelas
en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve la hiedra
en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la hiedra trémula y
humilde. Y más allá...
(Muere la tarde.
Llega a las puertas del palacio un carruaje
flamante y charolado. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión,
que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido.
El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de látigo, arrastra el carruaje
haciendo relampaguear las piedras. Noche.)
Entonces en aquel cerebro de loco, que ocultaba
un sombrero raído, brotó como el germen de una idea que pasó
al pecho y fue opresión, y llegó a la boca hecho himno que le
encendía la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fue la visión
de todos los mendigos, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo
y de la llaga, de todos los que viven -¡Dios mío!- en perpetua noche,
tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar
el estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la trufa
y el áureo vino que hierve, el raso y el muaré que con su roce
ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y
blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices
opulentos, que, en vez de granos de arena deja caer escudos de oro.
Aquella especie de poeta sonrió; pero
su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno,
comió y dio al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto
tras el mordisco.
¡Cantemos al oro!
Cantemos al oro, rey del mundo que lleva dicha
y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado.
Cantemos al oro, que nace del vientre fecundo
de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca.
Cantemos al oro, río caudaloso, fuente
de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus
corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos al oro, porque de él se hacen
las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales;
y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e inunda las
capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno
en las custodias radiantes.
Cantemos al oro, porque podemos ser unos perdidos,
y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna
y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos al oro, porque al saltar del cuño
lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar
las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y
da la vida, y hace engordar los tocinos privilegiados.
Cantemos al oro, porque él da los palacios
y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres
garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios
eternamente sonrientes.
Cantemos al oro, padre del pan.
Cantemos al oro, porque es, en las orejas de
las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan
sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones,
y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos al oro, porque tapa las bocas que nos
insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que
nos sirven.
Cantemos al oro, porque su voz es música
encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos
y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las
manzanas del Jardín de las Hespérides.
Cantemos al oro, porque de él son las
cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas,
los granos de la espiga y el pelo que al levantarse viste la olímpica
aurora.
Cantemos al oro premio y gloria del trabajador
y pasto del bandido.
Cantemos al oro, que cruza por el carnaval del
mundo, disfrazado de papel de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos al oro, amarillo como la muerte.
Cantemos al oro, calificado de vil por los hambrientos;
hermano del carbón, oro negro, que incuba el diamante; rey de la mina,
donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el Poniente, donde
se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de Fidias, hace el traje
de Minerva.
Cantemos al oro, en el arnés del caballo,
en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe
cabezas luminosas, en la copa del festín dionisiaco, en el alfiler que
hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que
burbujea como una, disolución de topacios hirvientes.
Cantemos al oro, porque nos hace gentiles, educados
y pulcros.
Cantemos al oro, porque es la piedra de toque
de toda amistad.
Cantemos al oro, purificado por el fuego, como
el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima, como el hombre por la envidia;
golpeado por el martillo como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche
de seda como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos al oro, esclavo, despreciado por Jerónimo,
arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión,
maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por alcázar
una cueva bronca, y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros
del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos al oro, dios becerro, tuétano
de roca misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota
a pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de
astros, residuo de luz, encarnación de éter.
Cantemos al oro, hecho sol, enamorado de la noche,
cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después
del último beso, como una gran muchedumbre de libras esterlinas.
¡Eh, miserables beodos, pobres de solemnidad,
prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros, peregrinos, y
vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros,
oh poetas!
¡Unámonos a los felices, a los poderosos,
a los banqueros, a los semidioses de la Tierra!
¡Cantemos al oro!
Y el eco se llevó aquel himno, mezcla
de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche oscura y fría había
entrado, el eco resonaba en las tinieblas.
Pasó una vieja y pidió limosna.
Y aquella especie de harapiento,
por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, le dio
su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible
sombra, rezongando entre dientes...