La lucha había sido dura e incesante.
Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la
batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo
quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos...;
"limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón de
sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta
donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles
descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los
que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los
pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos
habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de
atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que
esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor
manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la
victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita
atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.
Los muertos eran puestos en hilera, en
grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que
habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos,
se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba
demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los
casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo
terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los
muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que
las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a
muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que
aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más
bien una esperanza que un resultado.
A corta distancia del sitio donde uno
de los pelotones de enterradores había establecido su "vivac
de la muerte", un oficial de los federales se apoyaba contra
un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de
fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a
otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en
qué dirección marcharse. Lo más probable era que no
permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos
del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y
los soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que
pernoctara entre los muertos. Después de la batalla, nueve
hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de
alguna sección del ejército... como si alguien lo supiera.
Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar
un instante, marcharía en pos de los pelotones de
sepultureros.
Cuando todos se fueron, empezó a
caminar a través del bosque, en dirección al rojo poniente,
cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire
de confianza con que ahora avanzaba sugería que estaba en
terreno familiar; había logrado orientarse. Marchaba sin mirar
los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le
detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los
grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas,
sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no
era médico, no tenía agua.
Al extremo de una angosta quebrada
-una simple depresión del terreno- yacía un pequeño grupo de
cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y
caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo
al fin ante uno que estaba a corta distancia de los demás,
cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía
moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo
gritó.
El oficial era el capitán Downing
Madwell, de un regimiento de infantería de Massachusetts,
soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.
En el regimiento había dos hermanos
de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow
era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos
hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro
de lo que permitía la diferencia de graduación, la disparidad
de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar,
estaban siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos.
Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente.
Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus
gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba
desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que
Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos
grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más
subalterno, el abismo social es ancho y profundo; y aquella
vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser
idéntica.
Creede Halcrow, hermano de Caffal,
era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino. Entre
él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las
circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta
convertirla en activa animosidad. De no mediar la influencia
moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos
patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios
del otro...
*
Al iniciarse la batalla esa mañana,
el regimiento cumplía una misión de avanzada, a una milla del
cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en
el bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir
momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el
capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el mayor:
-Capitán, el coronel le ordena
avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa quebrada, y
mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle
el carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea,
imagino que puede entregar el mando a su primer teniente. No
se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es
simplemente una sugerencia personal y extraoficial.
A ese atroz insulto, replicó
fríamente el capitán Madwell:
-Señor, le invito a participar en la
maniobra. Un oficial montado sería un blanco perfecto, y
siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si
estuviera muerto.
Ya en 1862 se cultivaba en los
círculos militares el arte de la réplica.
Media hora más tarde la compañía del
capitán Madwell fue desalojada de su posición, con pérdidas
equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos
estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió
replegarse a las líneas principales, y al terminar la lucha se
encontraba a varias millas de distancia.
El capitán estaba ahora de pie junto
al amigo y subordinado.
El sargento Halcrow se hallaba
mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba ver el
abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido
arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros
fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y
parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No
había mucha sangre derramada. La única herida visible era un
ancho e irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y
hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de
intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla
visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue
producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban:
el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las
manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un examen más
atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias
direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de
distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de
arbustos, vio varios objetos oscuros que se movían entre los
hombres caídos...: una manada de cerdos. Uno le daba la
espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las
patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era invisible. La
erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el
rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos y volvió a
clavarlos en eso que había sido su amigo.
El hombre que había padecido esas
monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía las
piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba
azorado la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un
grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en que se
encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de
tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra.
Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La
expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía
reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?
Imposible equivocar el significado de
esa mirada. El capitán la había visto con demasiada frecuencia
en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la
muerte. Conscientemente o no, este retorcido fragmento de
humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta mezcla de hombre
y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo, suplicaba a
todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la
bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los
árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los
sentidos o en la conciencia, este padecer hecho carne dirigía
su callada plegaria.
¿Qué significaba? Lo que concedemos a
la más ruin criatura desprovista de razón para pedirlo, lo que
sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la
anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de
gracia.
El capitán Madwell pronunció el
nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin resultado,
hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo,
cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un
objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más claros que
nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio
media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los
cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron
suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al
unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata
horriblemente astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del
suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso,
desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos,
observando atento la agonía de la pobre bestia, que
contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta.
Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos,
que habían desnudado los dientes en una mueca atroz,
parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza
adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.
En el oeste, a lo largo de la
distante loma arbolada, se extinguían los últimos esplendores
del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los
árboles se había degradado a un gris tierno; en lo alto de las
copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros.
Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento,
se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque
espectral. Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto,
desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos
clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado, la
derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a
su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se
arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente
del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.
No hubo detonación. Su última bala la
había gastado en el caballo. El moribundo gimió y sus labios
se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos
tenía un tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de
pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la mano
izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta.
La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja
no temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del
cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la
mano izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso
la punta de la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los
ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con
todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre.
Atravesó el cuerpo y se clavó en la tierra. El capitán Madwell
estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo encogió las
piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho,
sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la
mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil
esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que
escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el
roto uniforme.
En ese momento tres hombres salían
silenciosamente del montecito de arbustos que había ocultado
su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.
El tercero era el mayor Creede
Halcrow.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario