Una tarde de lluvias primaverales, cuando
viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz
Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de
veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre
como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con
quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza.
Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga
que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se
compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
-No importa -dijo María-. Lo único que
necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir
a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un
pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril,
y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del
automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de
maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado.
Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de
encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento
le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos.
Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más
que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice
en los labios.
-Están dormidas -murmuró.